Ella se envolvió a sí misma alrededor de la taza caliente de té y revisó la temperatura externa en su celular. Afuera era de -1. Ella se acurrucó bien en su cómoda cama y dejó de jalar las sábanas por un momento más. Sería mucho más fácil mantenerse abrigada y apretada, pero afuera le hacía señas y sus piernas necesitaban moverse.
Se puso una chaqueta de plumas, un chullo en la cabeza sobre los audífonos y salió por la puerta.
Ella parpadeó cuando sus ojos se movieron y su nariz goteó. Tendrá que recordar llevar consigo un pañuelo la próxima vez.
El estanque estaba quieto y misteriosamente cubierto con una espesa niebla. “Una verdadera sopa de guisantes”, como diría su papá.
Y mientras caminaba, los dedos de sus pies se calentaron y la niebla comenzó a levantarse.
Ella reflexionó sobre esto de moverse para mantenerse caliente.
Su hombre, ayer, cuando hacía más frío aún, regresó a casa en pantalones cortos y una camiseta después de una brumosa carrera matutina, vigorizada y sudorosa.
Pensó en las muchas mañanas que extrañaba al revisar su teléfono antes de revisar su corazón y qué tan rápido comienza a congelarse. Qué fácil es para su corazón enfriarse, como los dedos de sus pies.
Pensó en el pequeño grupo al que se habían unido la semana pasada, la calidez de la comunión, el esfuerzo de conocer caras nuevas, pero la alegría en la fe compartida, la lucha compartida, la vida compartida. Tan cálido.
La niebla se eleva en senderos tenues a medida que el sol se abre, saliendo, moviéndose, calentándose.
“No dejes que tu corazón se enfríe”, se dice, “ni los dedos de tus pies, sigue moviéndote, sigue subiendo, no te conformes con lo cómodo cuando lo increíble te está esperando, y hace calor”.
Traducido por Martha Bringas