Le tocaba a él. Unas lágrimas que casi nunca brotan interrumpieron el desayuno.
«Papá, ¿de verdad estás llorando?», preguntó dudando la hija. «Creo que nunca antes te había visto llorar».
«Está vendiendo su bicicleta», explicó ella. «Parece que ya tiene quien la compre».
«No es la bicicleta», dijo él con voz entrecortada. «Son todas esas veces que salía con mis amigos temprano en las mañanas, la Ladrillera» (una ruta hacia unas construcciones de ladrillo con un cerro empinado). «Eso no lo podré vivir otra vez».
Se había dado una intensa conversación. ¿Solicitamos un contenedor para llevar todas nuestras pertenencias a Australia luego de vivir 10 años en Perú?
Ella dijo sí, por favor; le rompería el corazón tener que vender todo y así tendrían por lo menos algo que llevar de Perú con ellos. Él dijo no, gracias, cuesta demasiado.
«Me desmoronaría, me quebraría en mil pedazos», expresó.
Ella oyó un susurro. «No te vas a quebrar; yo te sostendré».
«Confiaré en ti, Señor, pero ¿cómo?».
Ahora él también lo siente. La mira. «Vas a llorar mucho, ¿no?».
Sí, así será. La mesa grande llena de comida, alegría y de hermosas personas. La cama, un amado y sagrado refugio. El escritorio en donde vertían y fluían las palabras. Esas conversaciones profundas que inundaban la sala.
Solo son cosas, hechas de madera, cuero y fibra de carbono. Simbolizan tanto. Poco a poco ella colocará esos recuerdos en un bolsillo de su corazón que se llama “agradecida”. No deseará nada más que a Él y así es como no se quebrará.
«¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, ya nada quiero en la tierra. Podrán desfallecer mi cuerpo y mi espíritu, pero Dios fortalece mi corazón; él es mi herencia eterna». Salmos 73:25-26
P. D. Y al final, sí van a llevar un contenador. Y todo se sentía como un regalo… todo de nuevo.
Traducido por Renzo Farfán