Seco, polvoroso, muerto. El paisaje clamaba por lluvia e irradiaba desesperanza. Desgarrador. Un amigo cuenta sus dificultades en la granja.
«Estaremos en la ruina si en febrero no llega la lluvia»
Luego los incendios, el humo asfixiante, las casas destruidas, los bienes perdidos, las personas fallecidas.
Siguió el granizo. Más grandes que pelotas de golf. Miles y miles de autos destrozados. Casas deterioradas.
Pero llegó la lluvia. Día tras día de esa bendición refrescante y húmeda.
La tierra muerta vuelve a la vida. Un denso tapiz verde transforma las colinas; la naturaleza se desviste. Nuevas hojas brotan de los árboles antes envueltos por el granizo y los bosques quemados comienzan a renacer.
Vida de la muerte, de muerte a la vida, solo Aquel que puede darle verdor a un paisaje en cuestión de días. Solo Aquel que en Sus manos tiene las llaves de la vida y de la muerte.
Y ahora el virus que propaga el pánico entre la gente, las tiendas están vacías y todos se distancian los unos de los otros.
Pero ella no se distanciará de Aquel que tiene las llaves. Aquel que le muestra Su poder para transformar, para resucitar.
La esperanza florece como el paisaje. Su esperanza está puesta en Él, que lo sostiene todo. Ella no solo se acerca, sino que coloca a las naciones y a sí misma en Sus brazos. Aquellos brazos bien abiertos y poderosos para resucitar.
Traducido por Renzo Farfán